¿Que hace un Doctor en Administración?

Un Doctor en Administración (o Doctor en Administración de Empresas, conocido comúnmente como DBA por sus siglas en inglés) es un profesional que ha alcanzado el más alto nivel de educación en el campo de la administración y los negocios.

Un Doctor en Administración (o Doctor en Administración de Empresas, conocido comúnmente como DBA por sus siglas en inglés) es un profesional que ha alcanzado el más alto nivel de educación en el campo de la administración y los negocios. Aquí te explico algunas de las funciones y roles que puede desempeñar:

  1. Investigación Académica: Muchos Doctores en Administración trabajan en universidades o instituciones educativas, donde se dedican a la investigación y a la enseñanza en áreas como gestión, estrategia empresarial, finanzas, marketing, recursos humanos, entre otros.
  2. Consultoría Estratégica: Pueden trabajar como consultores para empresas, ayudando a resolver problemas complejos y proporcionando soluciones basadas en investigaciones avanzadas y análisis de datos.
  3. Desarrollo de Políticas: En el sector público o en grandes corporaciones, un DBA puede participar en la formulación de políticas y estrategias organizacionales, utilizando su conocimiento profundo para mejorar la eficiencia y la efectividad de las operaciones.
  4. Liderazgo Ejecutivo: Algunos Doctores en Administración ocupan puestos ejecutivos en empresas, donde su experiencia y conocimientos les permiten tomar decisiones estratégicas informadas.
  5. Publicación y Difusión del Conocimiento: Es común que estos profesionales publiquen artículos en revistas académicas, libros y otros medios, contribuyendo así al avance del conocimiento en el campo de la administración.
  6. Capacitación y Desarrollo: Pueden diseñar e implementar programas de capacitación y desarrollo para empleados, mejorando las habilidades y competencias dentro de una organización.

En resumen, un Doctor en Administración combina conocimientos teóricos avanzados con habilidades prácticas para contribuir significativamente en el ámbito académico, empresarial y de consultoría.

El Viaje del Alquimista Harmann

Los Diez Años del Fuego Silente

Los Diez Años del Fuego Silente

1. El Mundo Ordinario

Harmann, alquimista de sabiduría media y corazón encendido, vivía entre manuscritos antiguos y mapas de metales perdidos. Era un tiempo de certezas controladas: dirigía procesos, enseñaba fórmulas, daba forma a estructuras… pero en su interior, la transmutación más importante aún no comenzaba.

2. La Llamada a la Aventura

Un eclipse inesperado cubrió el cielo del Reino del Saber. La estabilidad colapsó en estructuras cercanas: reformas, rupturas, señales del fin de una era. En lo profundo, un libro sin título apareció entre sus pertenencias: no lo recordaba haberlo escrito, pero cada página hablaba de un futuro aún no vivido. La última página estaba en blanco. Una voz susurró: «Solo el que cruza la frontera arde en el fuego real…»

3. Rechazo de la Llamada

Temeroso de perder lo construido, Harmann cerró el libro. “No ahora”, murmuró. Buscó seguridad en lo conocido: nuevos cursos, credenciales, tareas bien hechas. Pero el fuego de lo no dicho crecía cada noche en su laboratorio interior.

4. Encuentro con el Mentor

Apareció una figura en sueños, envuelta en símbolos de mercurio y plomo. Su nombre era El Escriba de los Umbrales. No enseñaba, sino que preguntaba. “¿Para quién formulas? ¿Qué metal quieres transmutar en ti?” Harmann comprendió que el conocimiento sin transformación era solo ceniza dorada.

5. Cruce del Primer Umbral

Renunció a su círculo anterior, se internó en los bosques del estudio profundo. Aprendió lenguajes nuevos: digitales, simbólicos, invisibles. Volvió a ser aprendiz. Sus noches se llenaron de código y de cartas celestes. No tenía mapa, pero cada paso era respuesta.

6. Pruebas, Aliados y Enemigos

Llegaron retos: instituciones sordas, promesas truncas, el espectro del agotamiento. Pero también llegaron los Aliados del Prisma: colegas, mentores, libros vivos, jóvenes sabios y plataformas que hablaban con voz de datos. Cada uno le dio una herramienta para su transformación: una pluma de visión, una piedra de estrategia, una brújula de fe.

7. Acercamiento a la Caverna Secreta

El momento más oscuro llegó cuando Harmann fue obligado a soltar todo: un amor profundo, un lugar que creyó eterno, incluso parte de su identidad. Vio su reflejo fragmentado y dudó de su alquimia. Fue ahí, en lo profundo del abismo, donde escuchó por primera vez su verdadera voz: «No viniste a repetir fórmulas, sino a crear la tuya.»

8. La Prueba Suprema

El alquimista tuvo que enfrentar al Doble de los Mil Rostros: sus propias versiones pasadas, llenas de miedo, control y duda. En una ceremonia silenciosa, las reconoció, les agradeció… y las dejó ir. No luchó: se integró.

9. Recompensa: El Elixir

El elixir no fue oro ni éxito inmediato. Fue claridad. Descubrió su dominio: la unión entre el saber profundo y la aplicación viva, entre la tecnología y el alma humana, entre la estrategia y la compasión. Había hallado su piedra filosofal: la capacidad de enseñar, transformar y acompañar a otros en su transmutación.

10. El Camino de Regreso

Ya no era el mismo, pero volvió a territorios conocidos: universidades, empresas, comunidades. Trajo consigo herramientas nuevas, una mirada más amplia, y el deseo de dejar huellas, no marcas. Aprendió a decir “no” a lo que no lo nutría, y “sí” a lo que encendía su fuego.

11. Resurrección

En un nuevo cruce de caminos, el alquimista Harmann se reconfigura: ahora guía a otros alquimistas, forma a sabios digitales, enseña a líderes a ver en la niebla. Se levanta no como el que responde todas las preguntas, sino como el que aprende a formular las preguntas correctas.

12. Regreso con el Elixir

Con su piedra interior, su sabiduría refinada por el fuego de la experiencia y la noche, Harmann se prepara para la travesía siguiente… la del Aceite de Medianoche. Pero esta vez, no camina solo ni en la oscuridad: camina como quien ya conoce el lenguaje del fuego.


El Alquimista del Aceite de Medianoche

Hardmann deseaba algo más sublime: la transmutación del espíritu, la revelación del conocimiento, la creación de sentido.

En un rincón olvidado del reino de Occidentia, vivía un alquimista llamado Hardmann, cuyo taller de piedra estaba oculto entre las montañas y los libros. A diferencia de otros, que buscaban oro por codicia, Hardmann deseaba algo más sublime: la transmutación del espíritu, la revelación del conocimiento, la creación de sentido.

Sus días eran largos, y sus noches, más aún. Era conocido entre los aldeanos por una peculiar fragancia que emergía de su torre cada madrugada: el aceite de medianoche. Una mezcla de cera, incienso y sueño quemado, que solo nace cuando el alma se entrega por completo al arte secreto de transformar lo invisible en realidad.

No abandones el fuego, aunque tiemble la llama —susurraba una voz apenas audible, pero siempre presente.

Era su guía invisible, una entidad angelical que nunca se manifestaba como figura, sino como pensamiento sereno en la tormenta de la duda. La voz no lo mandaba; lo invitaba, lo acompañaba, lo despertaba justo antes de rendirse.

Durante siete largos inviernos, Hardmann mezcló símbolos, metales y palabras. Se entrenó en el arte de descifrar lo oculto tras lo evidente. Cada error era un plomo que debía soportar, cada acierto, una partícula de oro.

Un año, enfermó. Otro, sus manuscritos ardieron en un incendio. Hubo noches en las que solo el crujir de la pluma sobre el pergamino lo mantenía cuerdo, escribiendo fórmulas que aún no entendía del todo, guiado solo por la convicción de que la Piedra Filosofal no era un objeto, sino un estado del ser.

La verdadera piedra no se forja con fuego externo, sino con voluntad interna, decía la voz, cada vez más clara, como si el propio Hardmann se acercara a su fuente.

Y así, llegó la séptima primavera.

Una noche sin luna, en completa oscuridad, la mezcla final brilló por sí misma. No por calor, sino por comprensión. Hardmann había destilado de su historia algo eterno. La piedra apareció, no como un artefacto, sino como un espejo que reflejaba su alma sin fisuras: resiliente, sabia, y lista para sanar.

Ahora conoces el secreto: fuiste tú todo el tiempo, pero necesitabas recorrer la obra entera para recordarlo.

La voz se despidió, no porque se marchara, sino porque ya no necesitaba hablar: había sido integrada.

Y el aceite de medianoche, que tanto ardió, ahora ungía sus manos con luz.

Desde entonces, el viejo alquimista escribe con tinta dorada, no para sí, sino para otros que aún vagan en la oscuridad, buscando su propia piedra.


El Anciano de los Días de William Blake

By William Blake – The William Blake Archive, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=8108385

“A truth that’s told with bad intent Beats all the lies you can invent.”

William Blake Nov 28, 1757 – Ago 12, 1827

El «Anciano de los Días» (The Ancient of Days) es una figura emblemática creada por William Blake, y aparece tanto en su poesía como en su obra visual. Esta figura representa a Urizen, un personaje mitológico ideado por el propio Blake.

¿Quién es Urizen y qué simboliza?

Urizen es una figura compleja que encarna:

  • La razón restrictiva,
  • La ley impuesta,
  • El pensamiento lógico desligado de la imaginación.

Blake lo opone a menudo a Los, el espíritu creativo e intuitivo. En este sentido, el Anciano de los Días no representa a Dios de manera tradicional, sino una crítica al racionalismo extremo y a la religión dogmática.

En la imagen famosa de The Ancient of Days (1794)

  • Se muestra a Urizen como un anciano con barba blanca, en una postura dramática, midiendo el mundo con un compás.
  • El compás es símbolo del intento de medir, limitar y racionalizar el universo, en contraposición a la visión espiritual y artística de Blake.
  • Aunque visualmente recuerda al Dios creador judeocristiano, Blake lo presenta con un matiz irónico y crítico.

En resumen:

El Anciano de los Días representa a Urizen, símbolo de la razón limitante, la autoridad dogmática y la rigidez mental, según la mitología personal de William Blake. No es una glorificación divina, sino una figura ambigua que advierte sobre los peligros de subordinar la creatividad a reglas rígidas.

El Rumor del Motor Propio

Imagen de un Renault Alliance 1982, generada por ChatGPT 4o.


Primer momento: La meta que parecía lejana

Hijo, hay días en los que uno se despierta con una idea fija en la cabeza, como una nota sostenida que no deja de sonar. En mi caso, esa nota era un coche. No por lujo ni vanidad —aunque debo confesarte que sí soñaba con la libertad de recorrer la ciudad sin depender del transporte público ni de horarios ajenos—, sino por lo que significaba: independencia, logro, un paso firme hacia la adultez.

Era el año de 1992. Yo trabajaba entonces con un compañero al que todos llamaban Juanito. Él tenía un Renault Alliance Coupé, gris plata, de líneas sencillas pero con un encanto difícil de explicar. No era un coche nuevo, ni mucho menos moderno. Pero cada vez que lo veía llegar al trabajo, estacionarse con suavidad, apagar el motor y bajarse con ese aire de quien tiene control sobre su día… sentía que ese coche tenía algo especial.

Así comenzó la idea. Y como tantas otras cosas en la vida, primero pareció inalcanzable. Tenía algo de dinero ahorrado —no mucho— y un salario que apenas alcanzaba para mis gastos básicos. Pero el deseo persistía. Y más importante aún: empecé a hacer cuentas, a calcular, a recortar gastos innecesarios, a trabajar horas extras. No lo vi como un sacrificio, sino como una prueba. Como esos juegos en los que uno va juntando monedas para llegar al nivel siguiente.

Un día, sin anunciarlo, Juanito me dijo que pensaba vender su coche. Le pregunté cuánto pedía por él. Me dio la cifra: el equivalente, en ese entonces, a unos \$10,000 nuevos pesos. Supe que era el momento. No tenía toda la suma aún, pero él confió en mí. Me dio un plazo corto para completarlo y cumplí. Lo logré con mis propios medios. No pedí prestado. No hubo regalos ni favores. Sólo mis manos, mi tiempo, y esa fuerza interna que uno encuentra cuando tiene un propósito claro.

El día que me entregó las llaves, sentí algo parecido a lo que debe sentir un alpinista al llegar a la cima. No era sólo un coche. Era la prueba tangible de que yo podía. Que era posible transformar esfuerzo en libertad. Que los sueños, incluso los modestos, pueden tener el dulce olor del asiento de vinil y el rumor constante de un motor encendido.

Y así, hijo, fue como comencé a escuchar por primera vez el rumor del motor propio.



Segundo momento: Aprender a conducir sin soltarse del alma

Hijo, uno cree que lo difícil es conseguir el coche. Pero el verdadero aprendizaje empieza después, cuando te sientas por primera vez frente al volante y entiendes que todo ese metal, esa máquina, esa responsabilidad… depende de ti.

Recuerdo esa primera tarde como si la conservara en una caja de cristal. El Renault Alliance Coupé estaba estacionado frente al taller de Juanito. Me entregó los papeles, las llaves y me dio una palmada en el hombro, como si me hubiera pasado una antorcha. Me senté en el asiento del conductor, ajusté los espejos, puse ambas manos sobre el volante… y escuché el silencio que se da antes de encender algo que cambiará tu vida.

Giré la llave. El motor ronroneó. No era un rugido salvaje, sino un sonido contenido, obediente, como si el coche mismo supiera que ahora estaba en nuevas manos. No tardé en darme cuenta de que no bastaba con saber manejar: había que aprender a cuidar, a escuchar, a comprender.

Ese coche no era perfecto. Tenía achaques. A veces costaba que encendiera en frío. Los frenos respondían con cierta timidez y el velocímetro parecía bailar cuando pasaba de los 70. Pero a pesar de eso —o quizá por eso mismo—, desarrollamos una especie de entendimiento. Yo le hablaba con mis cuidados y él me respondía llevándome, sin quejarse, de casa al trabajo, del trabajo a los paseos, y a veces, simplemente a manejar sin rumbo, por el placer de estar en movimiento.

Hubo veces que me detuve en semáforos largos y pensé en todo lo que había dejado de comprar, en las comidas sencillas que preparaba en casa, en los fines de semana sin cine, todo por pagar ese coche. Pero no me pesaba. Al contrario. Saber que estaba ahí gracias a mi empeño lo hacía más valioso. Era como si, al conducirlo, también me condujera a mí mismo.

Y fue en esos trayectos breves, entre semáforos y avenidas, donde empecé a intuir algo que después entendí mejor con los años: que hay objetos que, si se consiguen con esfuerzo, dejan de ser cosas y se vuelven parte de uno. No por lo que valen, sino por lo que dicen de ti.

Así fue, hijo, como aprendí no solo a manejar, sino a reconocerme en cada vuelta del volante, sin soltarme del alma.



Tercer momento: Bajo la tormenta, un refugio con ruedas

Hijo, hay días en los que el cielo se cierra tan de golpe que uno se siente pequeño, indefenso, como si la naturaleza quisiera recordarnos nuestra fragilidad. Aquel día fue así. Íbamos camino de regreso tras una visita a clientes en el Bajío. Tres compañeras del trabajo venían conmigo en el Renault Alliance Coupé, que para entonces ya era mi cómplice de tantas rutas.

Tomamos la carretera hacia San Miguel de Allende, bajo un cielo gris que, como un presagio, se fue oscureciendo más de lo normal. Recuerdo el instante exacto: estábamos justo en el cruce con la autopista, cuando el aguacero cayó como si alguien hubiera volcado el mar entero sobre nosotros. El parabrisas apenas podía con el ritmo de la lluvia, el viento soplaba con furia, y los relámpagos iluminaban fugazmente el interior del coche como escenas de una película.

No podíamos seguir avanzando. La visibilidad era nula, el asfalto se volvió un espejo traicionero, y los demás autos buscaban refugio como podíamos. Así que frené con cuidado, activé las luces intermitentes y nos quedamos ahí, en medio de la tormenta, envueltos en el sonido insistente de las gotas golpeando el techo.

Dentro del coche, la atmósfera era otra. Una de mis compañeras temblaba en silencio, mirando por la ventana con los ojos muy abiertos. Otra, que solía reír de todo, esta vez se encogió en su asiento. Pero la tercera… la tercera empezó a rezar. Lo hizo con una voz suave, pero firme, como quien sabe que a veces, en la vida, hay que pedir ayuda más allá de lo visible.

Y ahí estábamos, los cuatro, apretados dentro de aquel coche que no era nuevo, ni blindado, ni grande. Pero era nuestro escudo. Ni el agua entró, ni el motor se apagó. El Renault resistió. Como un viejo amigo que no se rinde cuando más lo necesitas.

Pasaron casi cuarenta minutos. La tormenta, como todo lo que parece eterno, también terminó. Poco a poco, el cielo fue dejando pasar algo de luz, y los truenos se alejaron. Las manos me dolían de tanto apretar el volante, pero nunca sentí miedo. Porque, de algún modo, ese coche —mi coche— me dio la certeza de que podía mantenernos a salvo.

Aquel día entendí algo más: que hay vehículos que no solo te llevan de un punto a otro. A veces, también te enseñan a tener calma en medio del caos. Y a ser refugio para otros.



Cuarto momento: Venderlo para ver más claro

Hijo, los caminos que uno recorre con el corazón no siempre tienen señales visibles. A veces, las decisiones más importantes se toman no porque uno quiera dejar algo atrás, sino porque hay algo más adelante que necesita ser visto con claridad. Literalmente, en mi caso.

Aquel Renault me había dado tanto. Libertad, orgullo, refugio, historias. Pero con el paso del tiempo, mis ojos ya no veían igual. Miopía y astigmatismo me acompañaban desde la adolescencia, y para entonces ya cargaba con más de cinco dioptrías. Mis lentes eran una extensión de mí, pero también una barrera. Sentía que había llegado el momento de tomar otra decisión importante: operarme los ojos, dejar atrás esa dependencia y, con suerte, ver el mundo con otros ojos… los míos, sin intermediarios.

La operación no era barata. Los ahorros no alcanzaban. Y entonces miré mi coche, como uno mira un viejo libro lleno de notas y páginas dobladas. No lo vi como algo que perdía, sino como algo que podía transformarse una vez más en una herramienta de avance. Así como me había dado movimiento, ahora podía darme visión.

No fue una decisión fácil. Pero lo ofrecí en venta. Y, casi como un gesto simbólico de cierre perfecto, lo vendí por prácticamente la misma cantidad por la que lo compré: unos \$10,000 nuevos pesos. Lo entregué con una mezcla de nostalgia y gratitud, como quien despide a un compañero que cumplió su misión.

El día de la operación, mientras me preparaban en la clínica, recordé los trayectos en aquel Coupé, los caminos recorridos, la lluvia que una vez nos rodeó, y el rugido firme del motor que nunca me falló. Cerré los ojos una última vez con mis lentes puestos, y supe que, al abrirlos, algo sería distinto para siempre.

Porque hay logros que se alcanzan con las manos, otros con el alma… y otros con decisiones que duelen un poco, pero iluminan el camino.

Ese fue, hijo, el día que vendí mi primer coche. No por falta de amor, sino por amor a ver con mis propios ojos todo lo que aún me faltaba por recorrer.



Quinto momento: El eco que queda cuando el motor calla

Hijo, el Renault Alliance Coupé ya no está. No conservo fotos suyas, y quizá si lo viera hoy estacionado en alguna calle, me costaría reconocerlo entre tantos coches más nuevos, más brillantes, más veloces. Pero te aseguro que, si lo escuchara encender, sabría que es él. Porque hay sonidos que se quedan en la memoria como un eco suave, como una promesa que se cumplió.

Hoy quiero contarte todo esto no para hablar de coches, sino para hablar de logros. De esos pequeños triunfos que uno se gana con las propias manos, sin atajos ni aplausos. Comprar ese coche fue una de las primeras veces que sentí que podía cambiar mi mundo con trabajo constante, con paciencia, con cabeza fría y corazón firme.

Y por eso te lo cuento ahora, justo cuando tú estás pensando en comprar tu primer vehículo. No importa si será grande o pequeño, nuevo o usado, elegante o sencillo. Lo que importa —lo que de verdad queda— es que lo consigas con tu propio esfuerzo. Que cada vez que pongas las manos sobre el volante, sientas que es un reflejo de tu camino, no de la ayuda ajena ni del azar.

Con ese coche aprendí a manejar, sí, pero también aprendí a cuidarme, a tomar decisiones difíciles, a proteger a otros en medio de la tormenta, y a ver más claro —en todos los sentidos— gracias a él. Por eso, aunque el motor calló hace mucho, el eco de lo que significó sigue vivo en mí.

Mi deseo para ti, hijo, es que vivas algo parecido. Que tengas la oportunidad de experimentar la satisfacción serena que da conseguir algo por tus propios medios. Que disfrutes el lujo silencioso de lo logrado con dignidad. Y que un día, quizás muchos años después, puedas contarle a alguien más —con una sonrisa honesta— el rumor de tu propio motor.


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